lunes, 9 de junio de 2008

Radar
08/06/08

Reconstruyendo a Gombrowicz
La biografIa oral sobre los años de Witold Gombrowicz en Argentina
Por Rodolfo Rabanal



La seducción argentina
La figura de Witold Gombrowicz es tan legendaria en la literatura argentina como esa obra esquiva, inaprensible y única que escribió durante los 24 años que siguieron a su llegada al país desde Polonia. De fabulada estirpe noble, displicencia aristocrática y sarcasmo irritante; rechazado por el círculo de Sur; centro de un círculo propio, de discípulos y jóvenes que lo imitarían, lo adularían y lo mitificarían. Hace veinticinco años, su mujer, Rita Gombrowicz, publicó en Francia Gombrowicz en la Argentina, una compilación de testimonios tomados por ella misma que reconstruyen los días y las noches de esa larga vida del escritor polaco en Argentina. Paradójicamente, recién ahora El cuenco de plata traduce y publica en este país esa rica biografía oral. El escritor Rodolfo Rabanal, guionista del recordado documental Gombrowicz o la seducción, presenta el libro.



Buenos Aires, 1963. Atrás, Antonio Dal Masetto.

Por Rodolfo Rabanal
Hay artistas que arman, con sus obras y sus vidas, el halo de una fábula o el perfil irresistible de una leyenda. Witold Gombrowicz, en muchos sentidos, fue uno de ellos: el escritor de talento, el “genio” que fue para no pocos y el hombre escueto, escrupuloso, sarcástico, de aires aristocráticos, irritante, el que rechazaba toda recompensa que le implicara un alto precio o, por lo menos, un precio que él jamás se sintiera dispuesto a pagar, construyen –esos dos aspectos– el mito Gombrowicz, acrecentado por su condición de extranjero pobre y orgulloso en Buenos Aires, redefinido por sus amigos y llevado a la cima por sus jóvenes “discípulos” en los últimos seis o siete años de su estadía en el país.
Mientras vivió en Argentina, donde escribió, durante los veinticuatro años que residió aquí, la mayor parte de su obra, el círculo más prestigioso de las letras de entonces, prefirió ignorarlo: bastaron dos visitas a la casa de Victoria Ocampo para que lo consideraran un polaco insufrible. Y, sin duda, él habrá colaborado no poco para que así ocurriera. “El artista –dice Gombrowicz en alguna parte de su diario– debe actuar siempre en los confines mismos de la vergüenza y el ridículo.” Esa convicción –qué duda cabe– distaba de ser un buen pasaporte en las aduanas de San Isidro.
De modo que escribió en su idioma, en pobres pensiones del barrio sur, viviendo un poco de lo que le viniera a la mano o ganando un magro sueldo como empleado del Banco Polaco.
¿Era conde, como le gustaba presumir un poco en broma y un poco en serio?
¿O se trataba del retoño de una rica familia burguesa de provincia, culta y refinada? Lo último es mucho más probable que lo primero, pero el resultado vuelve indistintas esas opciones de origen: sus maneras, su insolencia quieta, sus calculados argumentos para fomentar una discusión, su forma de llevar la muy usada ropa que vestía con elegancia descuidada, sus ideas exclusivistas, su individualismo tenaz, su libertad perdularia y dionisíaca, sus riesgosos merodeos por las zonas de Retiro a la caza de encuentros homosexuales pasajeros, todo, en fin –o casi todo– casaba estupendamente con los reflejos sociales de su más bien incierto pasado.
Personalmente, jamás lo conocí, y sin embargo hubo un momento en que me “intoxiqué” de su presencia.
La historia de esta “intoxicación” reúne, si se quiere, los tonos casi inverosímiles de una larga e improbable sesión de espiritismo. En el otoño de 1985 le comento a Alberto Fischerman que me persigue una imagen cinematográfica para mí imposible de realizar. Le digo entonces que veo un barco blanco anclado en el puerto de Buenos Aires y la figura de un hombre bajando de él para perderse solo en las calles que llevan al centro. El hombre gasta un sombrero, viste un viejo impermeable inglés y carga dos valijas. Es Gombrowicz pisando por primera vez el suelo argentino en 1939.
Poco antes de 1985 yo acababa de volver de Francia, donde había vivido unos años, y Rita Labrosse, la joven viuda de Gombrowicz, me había obsequiado los volúmenes del diario del escritor y la primera edición del libro que hoy se presenta en estas páginas: Gombrowicz en la Argentina, una compilación muy interesante de testimonios hechos por ella misma en Buenos Aires en 1979 y ahora, por primera vez –después de treinta años– traducido al castellano.
Con la lectura de sus diarios y los diversos testimonios desplegados, entre ellos los de Ernesto Sabato, Alejandro Rússovich, Manuel Gálvez, Jorge Calvetti y algunos de sus “discípulos”, la figura de Gombrowicz y su peripecia argentina cobraron forma en mi imaginación en los términos de una ficción híbrida en cuya trama el polaco se volvía argentino de adopción y su obra pasaba a formar parte de nuestra tradición literaria más impertinente y deslumbrante. Empecé escribiendo unos artículos alrededor de la figura y la obra de Gombrowicz en el semanario El Periodista y seguí tomando notas para aguzar el perfil de un desterrado voluntario que hizo de los márgenes (paradójicamente) un centro. De a poco (o quizá fue de golpe) imaginé escenas vivas, fílmicas, y surgió aquello del barco blanco. Fischerman, un vaso de whisky en la mano, pescó la idea al vuelo y nos largamos a construir un film posible. Lo primero fue imaginar una coproducción con algunos realizadores polacos (a lo grande, pero desde los bordes “inmaduros”: Polonia y Argentina), faltaron fondos, no voluntad, en consecuencia redujimos las ambiciones y recurrimos a la tabla salvadora de las cinematografías pobres: el intimismo, la “espontaneidad”. Llamé a Dipi (Jorge Di Paola), Dipi llamó a Mariano Betelú, Betelú a Juan Carlos Gómez, Gómez a Alejandro Rússovich. Fischerman habló con Javier Torres, que dirigía en aquellos años el Centro Cultural San Martín; Javier consiguió una parte sustancial de la financiación, con poco más podíamos filmar. Entonces empezó mi trabajo de guionista.
Para ser breve, durante dos meses, con un cuaderno en la mano, escuché las historias de los cuatro amigos: asistí a sus ironías, a sus confesiones, a sus celos y observé, cada vez más sorprendido, de qué modo hipnótico y hechizado imitaban al maestro. Reproducían su voz, sus palabras, sus gestos, su manera de andar. Y cada uno de ellos, encarnando a Gombrowicz, encaraba a cada uno de los otros hasta entablar un diálogo fantástico –o fantasmático– que llegaba del pasado en un tránsito vigoroso y expansivo que nos dejaba, a Fischerman y a mí, perplejos y casi desorientados.
Es así que Witold Gombrowicz apareció ante mí como la encarnación de un espíritu convocado por la neurosis mimética de sus antiguos discípulos. Quizá porque sólo se imita (a la perfección) lo que se ama, se venera y se odia, en este caso un maestro y un gentil tirano, quienes remedaban la voz y las palabras de “Witoldo” consiguieron exhumar una realidad pretérita con la vivacidad comprometedora de un testimonio más valioso y punzante que mil fotografías amarillentas y muertas. Y de eso, precisamente, trató la película. Gombrowicz había revivido y pasaba facturas a sus discípulos mientras estos se burlaban de sus escrúpulos sofisticados, de sus engaños estratégicos, de sus “mentirillas” licenciosas, de sus regateos minúsculos, de sus consejos a estos “criollitos imbéciles que parece que nacieron boludos”. No sé si pasaron cuatro o cinco meses entre la prefilmación y la filmación misma, cuyas escenas centrales tuvieron lugar en un viejo salón de las abandonadas Tiendas San Miguel, pero lo cierto es que me parecieron una eternidad. Después de largas horas de trabajo, Alberto y yo abandonábamos el set y nos perdíamos en largas caminatas por la 9 de Julio para sacarnos de encima aquella ilusión de espectros que parecían haber perdido su lugar en la Tierra. Estábamos hartos de Gombrowicz y de sus fanáticos apóstoles, harto de las habladurías que habían brotado entre ellos y el mundo que sobrevivió a Gombrowicz, hartos de ese “padre” terco que había logrado modelar bajo la garra de su influencia las vidas de estos muchachos que ahora eran hombre adultos. Esa fue la “intoxicación”.
El antídoto lo produjo el estreno de Gombrowicz o la seducción, representado por sus discípulos. Ahora pudimos relajarnos en las butacas y permitirnos que la película hablara por sí misma, y en algún sentido fue una fiesta, aunque acotada y no muy exitosa. Gombrowicz la habría encontrado “inmadura”, “inferior” y acaso, precisamente por eso, absolutamente respetable.
Sólo meses después, con una curiosidad sigilosa, volví a leer Ferdydurke. Temía que me tragara la náusea, pero me ganó el regocijo y la renovada sorpresa –embelesada– de volver a descubrir un texto capital, la mejor novela espuria de una vanguardia sin nombre.





Gombrowicz en el espejo
Por Antonio Berni


Witold y Rita Gombrowicz en Vence, 1963.




A Gombrowicz lo conocí en años de crisis. Roger Pla vino a pedirme el estudio para un escritor polaco inmigrado que daría una conferencia para un público restringido, con pago de entrada, ya que lo necesitaba porque había llegado sin nada y estaba “corriendo la liebre”. Poco dinero podía juntar entonces Pla para ayudarlo, y los invitados a quienes podía interesar tal conferencia eran pocos y en su mayoría tan abandonados por la suerte como Gombrowicz. Mi estudio lo tenía en una casona, resto de un antiguo casco de estancia hoy demolido, frente al parque Lezica, al costado de un pasaje y refugio nocturno de parejas. Una glicina centenaria generosamente extendía sus ramas por la vecindad. Asistieron, si mal no recuerdo, Emilio Soto, Sigfrido Radaelli, Conrado Nalé Roxlo con Arturo Frondizi, futuro presidente de la Argentina, que vivían a cincuenta metros, y una docena más de personas. Gombrowicz se refirió a la inmadurez de nuestras generaciones intelectuales; la palabra “inmaturo” la repetía con insistencia en un castellano que aún no dominaba. Un caído del cielo, a mi lado, al que le hicimos pagar doble, se dormía roncando, tenía que despertarlo a cada rato con disimulados codazos.
Desde entonces mi amistad con Gombrowicz fue constante. Me acuerdo de que nos encontrábamos en un café de la calle Corrientes; Gombrowicz se miraba en un espejo que revestía un muro contra el cual se apoyaba nuestra mesa, hacía muecas y tomaba actitudes de emperador, obispo o militar. Le pregunté: “¿Estás dialogando con tu doble del espejo?”. Sin dejar de gesticular, me contestó serio, pero lleno de su particular humor: “Miro mis rasgos de aristócrata; parece que mis facciones, día a día, registran mejor todo mi linaje”.


Roby Santucho y el maestro polaco
Por Rodolfo Rabanal



En 1958 Gombrowicz viajó a Santiago del Estero en procura de alivio para los padecimientos que le ocasionaba su asma. No encontró la cura que esperaba pero sí descubrió lo que no esperaba encontrar: un sol blanco y una sombra negra en calles coloniales silenciadas por la siesta, pesadas de belleza indiana y, según sus palabras, lentas como el deseo. En la inesperada Santiago Gombrowicz vivió una epifanía dionisíaca: la juventud desnuda –tal cual él la veía– lo colmó de un sueño vertiginoso. Pero hubo además un contacto afable con los libreros Santucho, un padre, una madre y diez hijos, cada cual con su idea política, cada cual con su propia pasión ideológica. El menor de ellos era todavía un estudiante cuando se acercó a Gombrowicz para discutir sobre la “americanidad” profunda y la revolución que todo lo cambiaría.
En su diario de ese mismo año, 1958, el juicio que el escritor polaco se hace del joven Santucho es toda una anticipación sobre el destino que asumiría esa vida. “Roby –escribe Gombrowicz– es vigoroso, sano, con ojos de soñador maligno y ya, siendo un adolescente, es un soldado nato, hecho para el fusil, la trinchera y el caballo. Me dice ‘Witoldo, vos sos un europeo y no podés comprendernos’. Yo miro su cabeza y sus manos. ¡Qué cabeza, qué manos! Unas manos listas para matar en nombre de una chiquilinada. La cabeza confusa y fútil y la mano terrible. Y mirándolo me ha venido una idea aún no madura, un poco vaga, pero igual necesito anotarla aquí. Su cabeza está llena de quimeras, pero sus manos tienen el don de transformar esas quimeras en realidad. Esas manos pueden producir hechos. Irrealidad, entonces, en su cabeza y realidad en sus manos. ¡Qué desastre!” Desde ya, Gombrowicz –ni ninguna otra persona en este mundo– tenía la más mínima posibilidad de saber que en pocos años más el joven Santucho encabezaría las líneas combativas del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y que moriría por esa causa.





Silvina Ocampo: la comida con Sur




Rita Gombrowicz: Hábleme de esa famosa cena evocada por Gombrowicz en su Diario.
Silvina Ocampo: ¿Por qué famosa? Había siete personas: Gombrowicz, Borges, Bioy Casares, Mastronardi, Bianco, Manuel Peyrou y yo. Todavía vivíamos en la calle Alvear. Antes de la cena, escuchamos tangos. Se me cayó una fuente de las manos al llevarla de la cocina al comedor. Sólo Gombrowicz oyó el ruido. Vino a ver lo que había pasado. Cuando me vio con la cabeza entre las manos, me dijo: “No llore”. Creía que estaba llorando. Me propuso que lo recogiese todo y lo sirviese como si nada. Y todo el mundo se sirvió. Había pedido a Witold que guardase el secreto, y en el curso de la comida me lanzaba ojeadas cuando mis amigos decían que la comida estaba muy buena.
Al parecer usted decía: “He recibido a un ‘famoso’ escritor que fuma al revés”.
–Witold comía mucho, le gustaba comer, ¡y se comía sus cigarrillos! Yo tenía miedo de que se le quemara la mano, pero no se quemó.
¿Cómo se comportó Gombrowicz durante esa cena?
–Witold disimulaba su timidez a base de brusquedad. Decía unas breves frases en francés, como si estuviera enojado. Era a causa de su orgullo, sin duda.
¿Y con Borges?
–Era difícil hablar con Borges; no le gustaba discutir en grupo. Como Gombrowicz, prefería hablar en privado. Nunca llegaron a hacerlo.
¿Por qué ignoró Sur a Ferdydurke en 1947?
–El libro no nos gustó. Lo descubrimos más tarde.
¿No les habló de él Mastronardi?
–Mastronardi defendió el libro, lo presentó en Sur, pero no nos gustó.
¿Qué sabe de la amistad entre Mastronardi y Gombrowicz?
–Mastronardi y Gombrowicz eran noctámbulos. Salían mucho de noche y paseaban. Entraban a los cafés, discutían. Mastronardi estaba fascinado con Gombrowicz, hablaba continuamente de él, lo imitaba, fumaba como él. La originalidad de Gombrowicz lo atraía mucho, aunque él mismo era muy original, e incluso excéntrico. Por ejemplo, Mastronardi nunca llegaba a cenar con puntualidad. La comida se pasaba o se quemaba. Terminamos por enterarnos de que daba vueltas a la manzana para llegar tarde a propósito. Tenía sus fobias. Por ejemplo, raras veces se metía al mar, y decía que siempre se preguntaba lo que había que hacer cuando se le acercaba una ola. ¿Hay que sentarse o no? Y cuando por fin llegaba, la dejaba pasar. Recuerdo una anécdota muy divertida. Mastronardi y Gombrowicz tenían la costumbre de cenar juntos en un bar. Hacía mucho calor y Gombrowicz siempre se desabrochaba el cuello de la camisa, lo que a Mastronardi le molestaba mucho. Un día, Mastronardi se llevó el cuchillo a la boca y Gombrowicz le dijo: “Si usted come con el cuchillo, yo me desabrocho el cuello”. En realidad, le dijo: “Si usted comer con el cuchillo, yo desabrocharme el cuello”. Así es más divertido.
¿Tuvo usted otros contactos con Gombrowicz?
–Le había propuesto dar clases a un grupo de personas, no muy inteligentes, por otra parte. Nunca conseguimos ponernos de acuerdo sobre el asunto. Me proponía cosas raras y se enojaba porque no aceptaba sus ideas. No nos entendió y no lo entendimos. Deberíamos habernos conocido mejor. Era muy orgulloso; es lo que explica su comportamiento. Era más antisocial, salvaje (como yo, por otra parte), que agresivo. Parece que ha escrito cosas no muy amables sobre Bioy y sobre mí.



La traducción de “Ferdydurke”

Por Adolfo De Obieta


A la der.: Mariano Betelú, Miguel Grinberg, Jorge Franquet, Ada Lubomirska, Beto Cebreli y Juan Carlos Gómez en el puerto de Buenos Aires el día de la partida de Gombrowicz a Europa, 8 de abril de 1963.


La traducción de Ferdydurke es una de las más curiosas y divertidas que conozco. Se trataba de transponer al español el libro de un polaco que apenas sabía español, con ayuda de cinco o seis latinoamericanos que apenas sabían un par de palabras de polaco. Y todo, en mesas de café y en un ambiente a menudo digno del absurdo ferdydurkeano. En ocasiones, Gombrowicz le tomaba gran afecto a una palabra española cuyo sentido no comprendía bien y la imponía porque su sonoridad o su fisonomía le parecían evocadoras...
Quisiera mencionar otro hecho con respecto a esta situación. Encontré hace algún tiempo una carta fechada en 1945 en la cual proponía a un grupo de amigos un medio de financiar esa traducción. Era preciso asegurarle la subsistencia de modo que, durante cuatro o seis meses, Gombrowicz pudiera vivir trabajando exclusivamente en la traducción. En lugar de buscar un mecenas, habíamos tenido la idea de reunir a una docena de amigos de buena voluntad cuya contribución sería de 100 pesos cada uno, lo que nos permitiría reunir 1200 pesos, o sea una subvención de 300 pesos al mes. Se precisaba que no se trataba de un regalo sino de un préstamo, pues los 100 pesos serían devueltos en cuanto se cobraran los derechos de autor. Era una especie de fondo nacional para las artes... Pero en esta ocasión, como en tantas otras, la solución vino de parte de Cecilia Benedit de Debenedetti, a quien Gombrowicz dedicó la edición argentina de Ferdydurke.
Nos vimos con cierta frecuencia e intimidad de 1940 a 1950. Mi recuerdo no es el de una simpatía mutua, pues, en el fondo, Gombrowicz era un ser lejano que flotaba en un aire más bien enrarecido. Aparte del hecho de que diera vueltas en torno de su órbita solitaria, era capaz, en el momento de sus apariciones, de dar pruebas de un talento único para desagradar. Hubiera podido escribir un libro sobre el arte de caer en desgracia. Creo que González Lanuza (escritor argentino) ha inventariado cien maneras de hacerse querer; Gombrowicz hubiera podido describir doscientas maneras de resultar desagradable. No hacía como algunos aristócratas que se muestran groseros durante dos minutos para librarse para siempre de una persona molesta sino que, a veces, se entusiasmaba con sus maniobras de autodefensa y era capaz de alienarse con personas que podrían admirarlo y ayudarlo. Ese demonio nunca lo abandonó.
Era brillante y, sin ninguna duda, profundo. Pero su estilo de vida y su obra tal vez no le permitieron demostrar en aquellos momentos toda la profundidad de la que era capaz. Cuando no buscaba a cualquier precio ser espiritual, desbordaba de talento y de ingenio. A nosotros, sus amigos, nos parecía que no tenía derecho a desperdiciar su talento –que en ocasiones rozaba el genio– en los cafés.
Me gustaría añadir que nunca lo he oído quejarse. Este hombre que había escrito Ferdydurke, que lo había perdido todo, encontraba probablemente más gracia y más lógica que nosotros en su propia vida. El aristócrata podía ser incisivo, excesivo, antipático, pero no podía ser amargo. Su respuesta no era el gruñido, ni la irritación, ni la resignación; su respuesta era Gombrowicz.



El hombre más serio
Por Paulino Frydman


A fines de 1941, el propietario de la confitería Rex, una de las mayores de Buenos Aires, me propuso organizar una sala de ajedrez en el primer piso. Allí iba a jugar Gombrowicz todas las tardes durante muchos años.
Pero no fue en el Rex donde conocí a Gombrowicz sino en la calle. Fue un día de finales de 1941 o comienzos de 1942. Me encontré de casualidad con un viejo conocido, un diplomático polaco al que llamábamos “El Cónsul” (a Witold le gustaban mucho los apodos). “El Cónsul” iba acompañado de un hombre bastante joven, delgado, de pelo castaño y cara típicamente eslava. Era Gombrowicz. Fuimos a cenar juntos. No recuerdo exactamente la conversación. En aquella época por lo general se hablaba de la guerra. Pero me acuerdo muy bien de que Gombrowicz estaba absorto en sus pensamientos y tenía un aire más bien melancólico. Algunos días después lo vi entrar al Rex: era un apasionado del ajedrez. El ambiente le gustó mucho. Jugaba y entre las partidas solía charlar, lo que no agradaba a sus adversarios.
No era un jugador profesional, pero tenía un buen nivel para un aficionado. Su juego era muy personal, un poco fantasioso. No conocía bien la teoría y practicaba esencialmente el ataque. Además jugaba siempre con el estado psicológico del adversario. Tenía manías que ponían a los otros jugadores fuera de sí; por ejemplo, agarrar un peón entre el dedo índice y el medio y dar con él golpecitos secos contra el tablero.
Gombrowicz jugaba indistintamente con buenos y malos, y no le importaba perder. El ajedrez lo ayudaba más que nada a calmar los nervios en la difícil situación en la que se encontraba. Al concentrarse se olvidaba de todo. Esta disciplina le vino muy bien durante la guerra o en los momentos de mayor pobreza y soledad. El Rex era como un segundo hogar para él.
Lo conocí en la época en que era más pobre. Y, sin embargo, siempre lo he visto vestido modestamente, pero limpio y digno. Siempre iba afeitado y usaba el pelo corto y bien peinado. Era más bien metódico, para nada desordenado, ni bohemio. No era afecto al alcohol. Su salud no era muy buena, pero tampoco era alguien del tipo artista a la deriva, pálido y romántico. Se ocupaba de su mujer con el mismo cuidado que de sus otros asuntos: no dejaba nada librado al azar. Así que no le debe a nadie su consagración literaria. Siempre lo he visto decidido, incluso en sus peores momentos y a pesar de las contrariedades, a no desviarse de la ruta que se había trazado. Su vocación artística ha sido el único motor de su vida y permaneció fiel a ella sin un momento de desfallecimiento hasta el final. Sostengo que Gombrowicz es la persona más seria que he conocido en mi vida.



Carta de Manuel Gálvez a Gombrowicz




En el café Rex, 1957.


Buenos Aires, 3 de junio de 1947
Mi estimado amigo:
Como no me conformo con tocarme la oreja derecha cuando lo vea, ahí va mi opinión sobre Ferdydurke. No he leído en mi vida libro más original, ni más raro. No se parece en nada a Rabelais, salvo en la invención de palabras. Pero pertenece a una corta familia de libros muy raros, entre los que yo colocaría, además de la obra de Rabelais, el drama Le roi Bonibance, de Marinetti, varios libros futuristas, dadaístas y ultraístas y algo de Ramón Gómez de la Serna. Si Ferdydurke no es una obra genial, está muy cerca de serlo. Tiene usted una imaginación formidable y un poderoso sentido dramático. Sobre lo segundo le diré que muchas escenas me han apasionado por su dramaticidad, a pesar de tratarse de asuntos en cierto modo absurdos, como me apasionaron escenas realistas o sentimentales, escritas por verdaderos maestros.
Acaso lo que más me ha gustado sea el capítulo “Filidor forrado de niño”. Lo mismo la pelea en la casa de los Juveliones.
A pesar de ser, en apariencia, lo opuesto a una novela realista, hay en su libro un fondo realista y humano. Ha dado usted una representación en cierto modo simbólica de la realidad. O mejor que simbólica, algebraica.
Hay un extraño humorismo en su libro. Y cosas excelentes como ésta (página 263): “Después de echar la pregunta, dio un paso tras ella...”. Igualmente he encontrado observaciones psicológicas dignas de Stendhal, Bourget o Proust. Ejemplo (pág. 264): “El hombre debe adelantar el disparo con un interno anímico disparo”.
Cien cosas más tendría que decirle, pero me falta el tiempo y, lo que es peor, me está volviendo una neuritis que tuve en el brazo derecho y que no me permite escribir mucho a máquina.
Algunas intenciones que hay en su libro son difíciles de ser comprendidas, y no sé si las habré alcanzado. Ya hablaremos. No quiero olvidarme del enorme contenido que hay en su libro: contenido filosófico, poético, idiomático, etcétera.
La traducción me parece buena, sin conocer el original. Encuentro algunos errores. La palabra “directriz” es femenina y está empleada como masculina.
En vez de “facha” (aunque ésta tiene relación con faz) en el sentido de rostro, yo hubiera empleado una vieja palabra nuestra: escracho, poco usada actualmente.
Cambiando de tema: recibí carta del editor de Poznan. Está tan interesado que inmediatamente le escribió a Maffey. Por cierto que este señor no me ha contestado: eso es muy argentino.
Deseo conversar con usted. Le mostraré las dos cartas de los editores.
Usted podría venir el sábado por la tarde, a las tres, por ejemplo. O el domingo por la mañana, en el caso de que yo no vaya al Tigre a visitar a mis nietitas.
Si mi casa le queda lejos, podemos tomar el té en el centro, a las cinco o cinco y cuarto, el día que le convenga. Pero tiene que llamar primero por teléfono. Felicitaciones por su libro y saludos afectuosos de su amigo.
Manuel Gálvez



El libro que no escribió

Por Ernesto Sábato
Como recordarás, una vez que dejó el país, querida Rita, no nos vimos sino en Vence, poco tiempo antes de su muerte. Me impresionó su aspecto, porque la cortisona lo había hinchado y ya no era aquel polaco flaco que yo había conocido. Lo encontré mal y, naturalmente, como siempre se hace en tales casos, le dije: “Qué bien que estás, Witold”, a lo que él, secamente, me respondió: “Es mentira, estoy mal, muy mal, y me disgusta que te rebajes a decir estas mentiras, estos lugares comunes”. Empezamos, pues, a discutir. Recordarás la larga discusión sobre política, tan absurda como todas las que siempre tuvimos en relación con ese problema. El sostenía que el gran modelo era Estados Unidos y llevaba la exageración hasta elogiar los supermarkets y la Coca-Cola, todo, claro, para escandalizar, pour épater le bourgeois. Pero apenas vos te fuiste con Matilde, cambió todo, su tono, sus palabras, su contenido: todo fue grave, serio, modesto, cariñoso. Conversamos de nuestros trabajos, me criticó por mi tendencia a publicar poco, etcétera. Pero cuando yo le pregunté sobre lo que estaba haciendo y sobre lo que más quería hacer, su tono se volvió especialmente serio y con una voz muy baja me dijo: “Ernesto, lo más importante que yo podría hacer, y que ya no haré jamás, sería la narración de mi experiencia poética durante mis primeros años de Buenos Aires”. Por su tono, por su pudor, imaginé que era referente a su experiencia homosexual. Con toda mi fuerza y mi admiración lo insté a que la escribiera, que dejara cualquier otra cosa para expresar aquella experiencia que sin duda podía ser una de las más grandes cosas que dejara en su vida. Pero una y otra vez él me escuchaba con triste expresión, mientras me hacía gestos negativos con la cabeza. Comprendí que mis argumentos no alterarían su decisión y que el sentimental, el extremadamente púdico ser que era Witold Gombrowicz nunca diría lo que quizás había sido lo más misterioso y profundo en su existencia.




Jorge Di Paola: el cenáculo de Tandil


En el Parque Independencia de Tandil, marzo 1958


Rita Gombrowicz: ¿Cómo conoció a Gombrowicz?
Jorge Di Paola: Leí Ferdydurke antes de conocer a Gombrowicz. A principios de 1957, mi amigo Juan Carlos Ferreyra había descubierto en la biblioteca de Tandil un libro de páginas amarillentas que le había impresionado mucho. Era Ferdydurke. Yo fui el segundo lector. Algunos otros de los miembros de nuestro grupo lo leyeron también y en nuestras conversaciones utilizábamos palabras del libro: “cuculeíto”, “juventona”, “forrado de niño”. Uno de nosotros llevaba siempre una ramita verde entre los dientes y cuando algo no nos gustaba, nos llevábamos la mano a la oreja izquierda. Ferdydurke había entrado en nuestras vidas.
Unos meses más tarde, mi amigo español Magariños vino a buscarme a casa diciendo: “Un escritor polaco un poco excéntrico quiere conocer a jóvenes poetas. Está en el Rex. Vamos a verlo”. Fuimos en grupo. Me fijé al entrar en un hombre rubio, menudo, de pelo corto, que fumaba en pipa con aire concentrado. Después de la tensión de los primeros momentos –ya que Gombrowicz era muy tímido–, Magariños le preguntó: “¿Con quién tengo el gusto de hablar?”Gombrowicz respondió: “Mi nombre es demasiado difícil para unos criollos tan jóvenes”. Tomó una servilleta de papel y garabateó algo. Reconocí de inmediato el nombre del autor del libro encontrado en la biblioteca y exclamé: “¡Ferdydurke!”. Gombrowicz quedó muy sorprendido. Estaba claramente emocionado, pero dijo en broma: “¡Oh, un lector en la pampa salvaje!”.
¿Cuáles fueron las relaciones de Gombrowicz con su grupo?
–Gombrowicz se interesaba por nuestros problemas, por el problema que cada uno tenía en aquel momento. Hablaba con nosotros para ayudarnos. Pero también podíamos discutir con entusiasmo sobre La montaña mágica durante horas. Gombrowicz hacía preguntas, dejaba que surgieran ideas. Nosotros nos interesábamos por todo y discutíamos de todo con él: de nuestras actividades, de nuestros estudios, de nuestras lecturas, de nuestras relaciones con las personas, de los acontecimientos que se producían. Gombrowicz nos decía con una sonrisa: “¡Viejos, Tandil cada vez se parece más a Atenas! Todo el mundo es artista, nadie tiene ganas de trabajar”. Sin que nos diéramos cuenta, tomó el poder que entre nosotros era colectivo. Hacía nacer intrigas entre nosotros. Puede que hayan sido un medio más o menos voluntario de ejercitar su estilo. Una de sus principales intrigas consistía en incitarnos a encontrar nuevos lectores de Ferdydurke. Si a su llegada a Tandil sólo podía contar con tres lectores de Ferdydurke, habíamos conseguido multiplicar esa cifra por docenas. Abogados, propietarios de tiendas compraban el libro, con mucha reserva, es cierto. Había que darles explicaciones. Las “lolitas” lo leían con entusiasmo, sobre todo para poder discutir con nosotros en el club. Aunque nosotros acabáramos por abandonar su historia para vivir su mito.
¿Qué recuerdo le viene a la cabeza para caracterizar su relación con Gombrowicz?
–Durante aquel verano traté de no pensar demasiado en la cosa, pero vivía cerca de Mariano y claro... no había ni un solo día en que no pensáramos en Gombrowicz. Era como una complicidad. Nos preguntábamos, por ejemplo, cómo habría reaccionado Gombrowicz ante tal o cual circunstancia. Nos escribía desde Berlín. La mayoría de las veces sus cartas venían dirigidas a Mariano, pero estaban escritas para todo el grupo. Sobre todo, fue a través de la constancia y devoción de Mariano por lo que Gombrowicz continuó vivo en mí durante años. Todavía hoy sigue siendo mi mejor lector. Nadie lee lo que escribo sin que antes se lo lea yo como imagino que lo habría leído Gombrowicz. Es mi lector fantasma. Quería que encontrase mi propia forma, que fuera yo mismo, que no me pareciese a él. Y ahora me juzgo a través de sus ojos.

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